El silencio consciente nace cuando uno se da cuenta de su capacidad de influencia en el entorno a través del poder distorsionador de la palabra que brota de la ignorancia y de la falta de conocimiento de uno mismo. El silencio es el escenario imprescindible para que se produzca el encuentro con la claridad de percepción que conduce a lo real.
La forma más elevada de silencio interior es la que surge de la consciencia. Únicamente de la consciencia y de su silencio podemos ver el ruido disonante de aquello que llamamos nuestro interior como del exterior. La consciencia y el silencio que le acompaña nos permiten obrar adecuadamente.
Hay algo más allá de la mente que habita en el silencio del interior de la propia mente. Detrás de todas las variadas manifestaciones de la vida existe un poder único, una inteligencia única. Esta realidad está más allá de todos los diferentes modos y formas de la existencia, visibles e invisibles y se expresa a través y mediante ellas. Los seres humanos podemos abrirnos a este inmenso poder creador llevando nuestra consciencia más allá de nosotros mismos, yendo más allá de la limitación de la propia personalidad. Y esto ocurre cuando se es consciente y uno se abre al silencio. La consciencia y el silencio que de ella nace conecta con esta fuerza creadora y, de esta forma, el ser humano se convierte en un canal, en una expresión directa de esta acción creativa constante y eterna. Abrirnos por la consciencia al silencio es abrirnos al potencial total e incondicionado.
La consciencia y su silencio transforman la vida. Al entrar en ellos se ve y se escucha la vida con una actitud silenciosa, acogedora, receptiva y benevolente. La mente entonces se aclara, se permite que surja la armonía y se aprecia con profundidad la totalidad de la vida.
Parte del existir consiste en un volcar hacia el exterior impresiones, sentimientos y pensamientos, todo ello mezclado entre sí. En este silencio se permite que todo ello “se pose” y se estructure por sí mismo. En el silencio, la consciencia capta lo que existe en profundidad detrás de las capas más aparentes de la mente, de la afectividad y de toda la sensibilidad.
En el silencio consciente la percepción se afina y aumenta la potencia de la mente y de toda la personalidad de un modo extraordinario. Gracias a él se desarrolla la sensibilidad, que llega hasta la percepción sutil. Esta percepción abarca todas las vías intuitivas, el poder captar en profundidad el propio presente en todas las situaciones y vincula a la persona con toda la vida, en cualquiera de sus formas y manifestaciones.
Por el silencio consciente se percibe, se descubre y se vivencia la Unidad profunda que hay detrás de toda la multiplicidad de formas y manifestaciones. Se vive como una realidad, y deja de ser una idea o creencia más o menos romántica. Gracias al silencio profundo viene la paz, la auténtica paz, la paz de la que surge luego toda auténtica actividad, todo obrar adecuado. El silencio consiente conduce a la realización de la identidad propia que hay en cada alma. Lleva a descubrir a la persona que se encuentra detrás de todas las manifestaciones personales y a la persona que está detrás de todas las manifestaciones que atribuimos al exterior. También se puede reponer y acumular fuerzas físicas, afectivas, mentales y espirituales que permiten obrar adecuadamente. En él se sintoniza con el poder creador único y éste se expresa entonces en uno mismo y a través de uno. Descubrimos que somos la expresión de algo que está más allá de nosotros y que esta consciencia de lo que en realidad está más allá es algo siempre nuevo, siempre diferente, y no obstante, siempre idéntico.
Al abrirse nuestra vida a la consciencia y a su silencio experimentamos una Creación constante, tanto que nos damos cuenta que somos la misma Creación. Ya no somos nosotros quienes deseamos producir un resultado, sino que somos la Creación. Todos nuestros actos, pensamientos y sentimientos, se convierten en una expresión de este proceso creativo. Con este conocimiento dejamos de vivir en un nivel superficial, pendientes de juicios y de deseos. Vamos descubriendo, a cada momento, la profundidad misma del instante. Todos los actos de la vida se convierten en actos de una importancia total. Dejamos de tener preferencia respecto a las cosas, respecto a los objetivos; dejamos de comparar y de juzgar porque descubrimos que lo esencial es esta Realidad que se está expresando. Lo que da sentido a las cosas no son las cosas, ni las consecuencias de las cosas, sino la razón de ser, el por qué de las cosas; y este por qué o razón de ser está empapado de la presencia inmutable y eterna que está detrás de cada momento de manifestación. En ese instante, los actos más pequeños de nuestra vida, los más elementales, como las cosas más grandes, todo tiene la misma trascendencia, porque todo parte de la misma realidad eterna.
Vivir de esta manera implica vivir en una Unidad constante con todo, porque todo es expresión en el instante de la misma fuerza que nos está animando a nosotros mismos. Lo que nosotros vivimos como "yo" y lo que vivimos como mundo son dos aspectos de la consciencia total. En lo sucesivo, cuando miramos por ejemplo a la naturaleza no necesitamos catalogarla, ponerle nombres, diferenciarla o compararla, ni con otra naturaleza ni con nosotros mismos. La percepción, el sujeto y la cosa percibida forman una sola Unidad, un campo único. Deja, pues, de existir esta distinción de sujeto-objeto presente en el mundo ordinario y todo se convierte en un inmenso campo de consciencia expresión constante de esta Realidad eterna.
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